El auge del drill: el rap más violento dispara alto


La palabra drill, en inglés, tiene dos acepciones: taladro y rutina. Pero si descendemos hasta el argot criminal -al menos en Chicago, a comienzos de la década pasada-, también significa acribillar a balazos, así que drill era un vocablo perfecto para nombrar un nuevo estilo de rap centrado en la representación hiperrealista de la violencia.

En el hip hop de EEUU, los nombres de los estilos suelen ser altamente descriptivos: gangsta se refiere al delincuente y al proxeneta, trap es específico para el tráfico de drogas, de modo que drill bien servía para señalar la obsesión con las armas. De hecho, el pionero Chief Keef fue condenado a 60 días en arresto domiciliario en 2011 por disparar en un parque. Tenía 16 años.

El drill no es un género nuevo, su historia se prolonga desde hace más de una década, pero no ha sido hasta tiempos recientes cuando ha dado el salto global. Hoy, si le preguntamos a un adolescente qué tipo de música le atrae -y da igual que viva en Nueva York, París o Kinshasa-, es muy posible que nos diga que escucha drill. Hace unos años, lo que estaba de moda entre las músicas urbanas era el trap o el dembow, pero las cosas han cambiado. No es que el drill haya matado al trap -son dos evoluciones de la misma cosa-, pero en 2022 ya está plenamente consumado el relevo.

El drill nació en Chicago como una versión fría del trap que se hacía en el sur de EEUU. En el trap había una cierta exuberancia sonora, una búsqueda del color -voces psicodélicas con exceso de autotune, bombos chasqueantes, sintetizadores con brillo-, pero en Chicago el estilo sonabacomo si fuera música de funeral. La manera de rapear era monótona, y las bases, un zumbido minimalista: nunca salió del underground, y podría haberse quedado en una excentricidad si no hubiera saltado a Londres.

En Reino Unido, el drill enfatizó su imagen subversiva y radicalizó el sonido. Las letras tenían un 90% de palabras malsonantes, confesiones de delitos y glorificación de las armas, y los raperos aparecían en los vídeos formando pandillas, ocultando su rostro con máscaras y pasamontañas, protegiendo su identidad de la policía y de bandas rivales. El nivel de incorrección llegaba a tal extremo que muchos vídeos eran borrados de YouTube, sólo podía ir uno a verlos a webs de porno.

Poco a poco, lobos solitarios como Tankz o Loski, o catervas como C1, iban madurando un estilo tan incorrecto a ojos de la moral imperante como atractivo para una juventud sin futuro. No es casualidad que el auge del drill se haya dado mundialmente en los años de la pandemia: lejos de la radio, la televisión y los medios generalistas, su difusión se limita a las redes sociales y los canales de streaming, es música nihilista para consumir en reclusión. El crítico inglés Kit Mackintosh, que ha estudiado su evolución en el libro Neon Screams (2021), sugiere la idea de que es la antítesis del sentirse bien: la emoción que transmite es la de no sentir nada.

Tras el auge del drill de Londres, el sonido ha empezado a imitarse en todo el mundo. Primero pasó a Nueva York -con el fallecido Pop Smoke como estrella-, y actualmente es una red global con escenas pujantes en Francia, Italia y un núcleo activo también en España, donde nombres como Morad, Beny Jr o Aiman Jr han comenzado el plan de sustitución de la generación trap anterior, un reflejo de la realidad precaria, multicultural y antisistema de la periferia urbana.

El salto global del drill se está completando con su popularidad también en África: en países como Kenia o Ghana se ha impuesto como un sonido atractivo, fácil de imitar, ideal para una juventud sin esperanzas. El trap, tan libertario y materialista, ya no encaja bien con este tiempo. El drill, que es pura anhedonia, sí.

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